miércoles, 11 de febrero de 2015

Qué duro es ser pobre: "Hansel y Gretel", lo mítico, lo arquetípico y el supermercado como origen del mal



Hansel y Gretel es una ópera (en realidad una de las primeras Márchenoper u óperas basadas en cuentos de hadas) de Humperdinck bastante poco representada en nuestro país (aunque en 2011 el Teatro de la Maestranza de Sevilla ofreció una peculiar producción, con gran colaboración ciudadana), pero muy popular en otras partes del mundo, hasta el punto de que se suele ofrecer en Navidad traducida al inglés en los países anglosajones.
Esta producción representada en el Teatro Real ha estado precedida de una promoción bastante visible en los principales medios del país, y no necesariamente en los especializados, que en general han hecho hincapié en los dos aspectos del montaje quizás más vendibles, por arriesgados y originales: por un lado, el hecho de que el papel de la bruja estuviera a cargo de un tenor, José Manuel Zapata, con lo que ello implica de juego irónico y humorístico; y, por otro lado, el que la producción se ofrezca como una crítica al consumismo, a la comida basura y a la hiper-alimentación contemporánea, de manera que la casa de chocolate de la bruja se convierte en un supermercado y los niños, en el lírico interludio del final del primer acto donde se quedan dormidos en el bosque, sueñan con comida basura, lo cual se representa con varias pantallas que descienden a escena y en las que se pueden ver hamburguesas, helados, patatas fritas y otras joyas gastronómicas antes de ser literalmente devoradas por unas bocas que los engullen con tanta fruición como poca educación. 

La intención, pues, está clara, y esta actualización de una ópera resulta bastante habitual dentro del panorama internacional: ya estamos acostumbrados a óperas de Wagner ambientadas en fundiciones y otras soluciones más o menos efectivas o más o menos discutibles, según se vea. Este procedimiento no es en sí mismo ni bueno ni malo, y no se puede juzgar un montaje solo porque el director de escena haya decidido trasladar la acción de la ópera a otro tiempo. Pero la opción tiene también sus peligros, y, en el caso de este Hansel y Gretel, hay algo que no acaba de funcionar del todo. El origen del problema principal, a mi juicio, no es otro que la desconfianza y la condescendencia con que se mira todo lo que sea infantil, tenga que ver con los niños o esté relacionado con los cuentos de hadas, como es el caso. Porque no se cree en general que la literatura infantil pueda ser algo serio y que merezca el mismo trato en las universidades y la prensa cultural que la literatura para adultos (que no lleva calificativo, por cierto, es literatura a secas), no se cree que pueda ser una obra de arte tan valiosa como un libro para adultos, que pueda ofrecernos una experiencia estética y humana intensa a través del lenguaje. De esa misma o similar actitud (inconsciente, a buen seguro) parece adolecer el responsable del montaje de este Hansel y Gretel que ha podido verse en el Real: da la impresión que era él el primero que no confiaba en la capacidad del libreto y de la música para hablar más o menos tal cual al público actual, no ha sabido ver que tal vez la historia de estos dos niños que se pierden en el bosque y se encuentran a una bruja malvada tenía suficientes valores simbólicos y humanos en sí misma sin necesidad de poner un postizo modernizante que, en el fondo, no hace sino estropear la función valiéndose de dos de los peores vicios del arte contemporáneo (no en vano, esas pantallas cayendo del cielo eran puro vídeo-arte, y parecían una instalación): la tendencia a lo racional y lo discursivo por encima de lo intuitivo y emotivo, por un lado; y la tendencia al subrayado del mensaje y al trazo grueso, de raigambre a ser posible anticapitalista y pseudo-izquierdista. Pero que el mensaje sea adecuado, admisible y hasta encomiable – todos estamos en contra de la comida basura, del despilfarro, de las desigualdades,  etc. – no quita para que la manera de transmitirlos en un espectáculo pueda ser definitivamente fallida.   

Así, creo que el gran problema del montaje a nivel teatral (desde el punto de vista musical no tengo gran cosa que decir, porque, desde mi posición de aficionado, me parece que funciona en general bien, y que los cantantes son notables en general, así como la orquesta, y la decisión de dar el papel de bruja a un tenor funciona) es que esta opción de convertir el cuento de los hermanos Grimm y la obra de Humperdinck en una crítica a la sociedad moderna y a los vicios de la sobreabundancia representados por la comida basura y el supermercado se queda a medio camino, no se lleva hasta el final, y por lo tanto el montaje en su conjunto no es tan coherente como si se hubiera decidido llevar esta elección hasta sus últimas consecuencias. Me explico.
Como ya he dicho anteriormente, en el montaje hay opciones modernizadoras notables. La casa es un supermercado; los niños sueñan con una orgía de comida basura suspendida sobre ellos en forma de pantallas de vídeo; la bruja, con su peluca y traje fucsia, parece un cruce imposible entre Divine y el José Luis López Vázquez de Mi querida señorita; el padre es un rapado musculado con camiseta sin mangas y aires de guarda jurado en paro y y alcoholizado. Pero, al mismo tiempo, el bosque sigue siendo el bosque, por muy lleno de basura de hoy en día que esté, y la casa de los padres sigue siendo muy parecida a una cabaña en el bosque, aunque se parezca a una chabola, porque es de cartón. De esta manera, el gran problema de la función es que mezcla en un mismo nivel lo mítico y lo arquetípico, cuando estos son dos niveles distintos y nunca coincidentes, y de ahí que el público no sepa muy bien qué actitud receptiva adoptar frente a lo que está sucediendo en escena. Lo arquetípico es por definición abstracto y generalizador, mientras que lo mítico es concreto y palpable. No hay más que pensar en mitos modernos para comprenderlo: el arquetipo de la diva operística (por poner un ejemplo ad hoc) tiene una serie de atributos bien conocidos que se pueden definir sin hacer referencia a ninguna cantante en particular, como el carácter mudable y caprichoso, la voz prodigiosa o las legiones de seguidores; pero el mito tiene sin duda nombre y apellidos, como sería, por ejemplo, María Callas. No importa que el mito magnifique y falsee o deforme la realidad, y que María Callas fuera una bellísima y sencilla persona, como por cierto dicen de ella muchas de los colegas que la conocieron, porque el mito contemporáneo es en sí mismo, como lo definió Roland Barthes en sus Mitologías, el producto de una superposición de significados que convierte a cualquier objeto o persona en un metalenguaje, en algo que está más allá de la propia realidad aunque parta de ella.
Así, un cuento es por definición arquetípico, pues se vale, como dijo Bettelheim, de personajes típicos y estereotipados definidos en torno a un solo  rasgo (la bondad, la maldad, la belleza), y en una serie de acciones estilizadas que se desarrollan en medio de una clara indefinición espacial y temporal. Y en esa textura arquetípica reside, por cierto, gran parte de su poder universal y de su capacidad para seguir conmoviendo a diversas generaciones y países. Hansel y Gretel sigue siendo un cuento arquetípico porque los personajes y, sobre todo, los espacios (el bosque, la cabaña de los padres, la de la bruja) tienen esa dimensión general del símbolo que los trasciende, y porque pone en primer plano, de forma casi cruda, conflictos como el hambre, el miedo, la libertad, la responsabilidad, el mal, el bien, y la ley de la supervivencia más esencial: comer o se comido. Sin embargo, el montaje del Real, sin abandonar esa dimensión arquetípica primigenia que se desprende del cuento, le superpone una serie de referencias míticas contemporáneas como el supermercado como fuente del mal (una metáfora bastante evidente, por otro lado, aunque efectiva), o la hamburguesa como encarnación mítica de la comida basura, pues llega un momento en que en todas las pantallas de la escena del sueño se ven hamburguesas, y con todo ello el espectáculo se queda en un término medio que a mi juicio no acaba de despegar ni emocionar, porque el espectador no sabe si entregarse del todo a la dimensión arquetípica que se desprende del bosque o de las hadas, y tomárselo como un cuento de hadas sin más, o entregarse a la dimensión mítica contemporánea, y verlo como una crítica a las desigualdades y el consumismo que de todas maneras el libreto, la partitura y la música no acaban de ofrecer, aunque sí la escenografía en algunas partes. De esta manera, pese a su apariencia rompedora y sin duda resultona, el espectáculo es solo tímido, porque no se ha atrevido a dar el paso definitivo hacia lo mítico, y convertir al bosque un una ciudad moderna y contaminada (lo cual también es bastante obvio, pero por lo menos sería coherente con la opción) o en un centro comercial de las afueras, y a la casa de los padres en una vivienda protegida o una chabola o en un adosado mal construido, ya puestos; en ese contexto, la idea del mal como supermercado que propone este montaje hubiera encajado, y quizás así estaríamos ante un montaje distinto, y tal vez ante una versión arriesgada y poco ortodoxa, aunque más coherente, y en la que la crítica a la sobreabundancia sí tendría sentido, no como en una sociedad eminentemente agrícola como la que refleja la ópera y que el supermercado no hace olvidar. Sin embargo, y pese a ello, no dejaría de quedar claro que, una vez más, se desconfía de lo infantil como obra de arte verdadera; porque, de hecho, este montaje no es para niños, aunque esté basado en un cuento de hadas, ¿o sí? Pero eso es quizás otra cuestión, de la que quizás hable otro día.

2 comentarios:

  1. Voy a colgar la crítica en algunos sitios. me parece buenísima, es sí, sin haber visto la ópera.

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    1. Gracias, Manuel. Me parece un honor que te parezca "buenísima". Como verás, no me he metido en lo musical porque en se terreno no me considero más que un diletante (apasionado, eso sí), pero en lo demás sí, y esto es lo que salió. Un abrazo.

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