jueves, 23 de enero de 2020

Palabras propias que vuelven (y hablan en otro idioma)


Hace casi seis años (en concreto, el 22 de junio de 2014, según reza el ex libris escrito de mi puño y letra en las primeras páginas) compré en Macerata, una pequeña ciudad de la región italiana de Las Marcas donde me encontraba de estancia de investigación, uno de los libros de poesía para niños y jóvenes más hermosos que he leído jamás: Poesie della notte, del giorno, di ogni cosa intorno, con poemas de Silvia Vecchini e ilustraciones de Marina Marcolin. Era un libro del que ya había oído hablar porque había sido incluido en casi todas las listas de recomendaciones de la Feria de Bolonia de aquel año y al que por tanto le tenía echado el ojo desde hacía un par de meses, pero que hasta entonces no había comprado. Mi entusiasmo por dicho libro me llevó a escribir una elogiosa y fascinada reseña en este blog que publiqué ya de vuelta a casa, el 8 de julio de ese mismo año según veo ahora. Como tantas otras entradas del blog, la reseña quedó ahí, sin que tuviera mayor repercusión. Incluso deduzco que tendría menos que otras entradas, ya que se trataba de un libro en italiano y más difícil de conseguir en España.
Pero uno nunca sabe qué va a pasar con lo que escribe, porque, una vez puesto a disposición de todos, puede tener una vida nueva. Y es lo que ha ocurrido con esta entrada. El pasado mes de abril, Arianna Squilloni, editora de A Buen Paso, escritora y una entusiasta admiradora como yo de la poesía de Silvia Vecchini, me escribió un correo para contarme que le había hablado de mi reseña a la editora del libro, Giovanna Zoboli, y que esta le había preguntado si les permitiría traducirla al italiano para incluirla en el blog de la editorial, Topipittori. Yo dije que sí, por supuesto, porque además es una editorial que me gusta mucho. 
Después de varios meses sin saber nada de ellos (y también de haber olvidado un poco todo el asunto, la verdad sea dicha), la semana pasada recibí un correo de la editorial para comunicarme que la reseña acababa de publicarse, como me habían dicho, en el blog de la editorial, con el bello y adecuado título de Canto a due voci. 
Ha sido todo un placer. Y doble, además. Por un lado, por ver que lo que escribí hace casi seis años cobra una nueva vida. Y, por otro lado, por poder leer mis propias palabras en una lengua que amo y en que en cierto modo también es mía. 
Desde aquí doy las gracias a la editorial y, por supuesto, a Arianna Squilloni, que  sigue ejerciendo con total y natural exquisitez su labor de puente cultural entre Italia y España. 
Grazie mille. 

martes, 10 de diciembre de 2019

Joyas encontradas: Ungerer + Vian




Pour Gilles, bien sûr 

Como otras personas que viven volcadas en los libros, tengo un especial imán para encontrar las librerías de viejo en las ciudades que visito. O, tal vez, las librerías de viejo tienen un especial imán para encontrarme a mí, que también puede ser. El caso es que esto es algo que me pasa con relativa frecuencia.  Voy caminando por las calles de cualquier ciudad francesa o italiana o alemana o norteamericana, sin intenciones librescas en mente y sin rumbo fijo, y aparece en mi camino una librería de viejo bien equipada y generalmente acogedora, en la que me zambullo sin pensar y sin reflexión alguna durante un rato, sobre todo si voy solo. Curioseo entre las estanterías, miro y remiro (porque además en las librerías de viejo uno sabe que se puede encontrar cualquier sorpresa escondida en las estanterías, al contrario de lo que sucede en las librerías normales, donde uno ya va a tiro fijo y sabe más o menos lo que se puede comprar) y al final siempre me ocurre lo mismo: mi entusiasmo inicial por llevarme una buena docena de libros queda rebajado por un sentido práctico que se alimenta de dos de los grandes males de la vida moderna para los lectores impenitentes y que me lleva a ir soltando lastre por la librería con la cabeza gacha y el alma serenada. El primero de ellos tiene que ver con el tiempo y el espacio, y me induce a preguntarme: ¿de verdad vas a sacar tiempo para leerte Belle du seigneur (nota informativa: tiene más de mil páginas) en francés alguna vez, por mucho que cueste dos euros? O: ¿de verdad quieres acumular en tu casa – de reducido tamaño, dicho sea de paso – un libro que no vas a leerte y que no vas a poder dar o prestar a casi nadie? Y el segundo de ellos tiene que ver con las inflexibles reglas de las compañías de bajo coste en las que solemos viajar cada vez más para movernos por Europa, que me inducen siempre a preguntarme: ¿todos estos libros podrán caber en tu maleta de pequeñas dimensiones sin superar el peso permitido por las normas de la compañía aérea? Así que al final la docena se convierte en media docena, y la media docena en tres, y los tres quizás en dos. Y la verdad es que a uno le dura la duda de si debería habérselos llevado poco más de un par de horas, pues, cuando vuelve a casa y el taco de libros se acumula sobre el escritorio, uno ya no se acuerda de lo que dejó sin comprar y sí de lo que ha comprado y ha quedado sin leer. La vida libresca es así. 



Hace unas semanas me pasó algo similar en Burdeos, caminando por el centro de la ciudad un domingo por la tarde (bueno, más bien de l’après-midi, esa palabra sin equivalencia en español, por cierto). Aunque amenazaba lluvia, las calles estaban llenas de gente que quizás aprovechaba ya para hacer las compras de Navidad, no demasiado lejanas ya, en las tiendas del centre ville. La verdad es que en este sentido el lugar no tiene demasiado interés, porque se podían encontrar muchas de las franquicias de ropa que abundan en otras ciudades europeas. Allí había Benetton, Mango, Zara, Celio, Levi’s, Berska, Springfield, GAP o Cos, junto con algunas marcas y tiendas genuinamente francesas. La globalización del consumo en estado puro: otro mal (¿o es un bien?) de la vida moderna. 



Pero me encontré con una sorpresa. Iba buscando alguna postal distinta o un imán de nevera un poco diferente para llevar como detalle, y me fijé en que había en una calle lateral y un poco menos transitada un expositor con ambas cosas a la vista. Me acerqué hasta allí y cuál no sería mi sorpresa al ver que la tienda en cuestión no vendía solamente ese tipo de recuerdos, sino que más que nada era una librería de viejo con anaqueles de libros que ocupaban las paredes de arriba abajo. Y cuál sería mi sorpresa otra vez al ver que había una sección de libros infantiles y álbumes ilustrados prácticamente nuevos en una pila, a la que el encargado, un señor cuyo ralo pelo gris componía una triste aureola sobre su cabeza y cuya dentadura desportillada me recordó al teclado de un piano antiguo después de un bombardeo, me animó a sumergirse. Así fue como di con esta absoluta joya que desconocía hasta ahora: un alfabeto escrito por Boris Vian e ilustrado por Tomi Ungerer. Casi nada. Dos grandes luminarias de las letras y de la ilustración unidos en un solo volumen, que además incluye un CD con las canciones compuestas a partir de los textos por Lucienne Vernay. Una absoluta delicia que, de repente, iluminó una tarde lluviosa y algo sombría en Burdeos, y que, como cabía en la maleta perfectamente junto con los otros dos que compré y además estaba a mitad de precio, me llevé sin pensar. Además, ¿quién se puede resistir a llevarse a casa un Abecedario musical para el uso de niños y de personajes que llaman por teléfono, que es como lo titula Vian, y que juega todo el tiempo con la repetición de vocales, como una suerte de Doctor Seuss cruzado con OULIPO, y que además está ilustrado por Ungerer a la manera de los miniaturistas medievales? Yo no, desde luego. 



          Sin embargo, no fue eso lo primero que pensé al encontrar este libro. Lo primero que me pregunté fue más bien: ¿cómo es posible que desconociera la existencia de tal joya? Pero la vida libresca es también así: cuando uno cree saberlo (casi) todo, siempre aparece algún libro o autor que se supone que debería conocer para demostrarle que no es así. Y es entonces cuando se repliega sobre sí mismo y sobre el libro con la cabeza gacha y el alma esta vez inquieta, sabiendo que jamás lo leerá todo, ni lo conocerá todo, ni tendrá tiempo para leer todo lo que quiere leer. La vida libresca es así, por supuesto, pero la vida-vida también: sabemos que nunca podremos conocer todos los lugares del mundo, ni amar a todas las personas del mundo, ni probar todos los sabores del mundo. Al fin y al cabo, leer no es tan diferente de ser o de estar, o de hacer. Y la literatura siempre, siempre es vida. 

domingo, 8 de diciembre de 2019

Libro-Obxecto e Xénero: Estudos ao redor do libro infantil como artefacto


Hace casi dos años, en abril de 2018, tuve el placer de asistir al tercer encuentro en torno al objeto libro, que, después de los celebrados en Aveiro en 2016 y en Huesca en 2017, tuvo lugar en el campus de Orense de la Universidad de Vigo. Allí, durante una intensa y soleada jornada que parecía casi veraniega, coincidí con investigadoras españolas, portuguesas y brasileñas, que trataron diversos aspectos ligados a las relaciones entre el libro objeto y género. 
Ahora se publican en forma de libro todas las contribuciones de dicha jornada, en un volumen excelentemente coordinado por la organizadora del encuentro, Isabel Mociño González, y muy bien editado por el Servizo de Publicacións de la Universidade de Vigo. La variedad y la calidad de los trabajos es muy reseñable, pues tratan de muy diversos aspectos ligados al libro objeto y desde muy diferentes puntos de vista, lo cual convierte este volumen en una obra de referencia en su género, pese a estar recién publicado. 
Mi contribución a este volumen es un trabajo titulado “El verso es el formato: la desautomatización objetual en Postales para un año”. En él me centro en esa obra escrita por Giusi Quarenghi e ilustrada por Anna Castagnoli, y publicada en la editorial A Buen Paso, que va más allá del simple libro de poemas porque puede convertirse en una colección de postales.    


Es, pues, un honor compartir libro con todas las investigadoras que aquí participan (y digo otra vez investigadoras porque soy el único hombre entre las autoras) y poner junto a ellas mi granito de arena, tanto para hacer que el libro objeto se lea mejor como para dar visibilidad a las mujeres que lo cultivan. 

martes, 3 de diciembre de 2019

Cançó de fer camí



Maria-Mercè Marçal (texto) y Carolina T. Godina (ilustraciones), 
Cançó de fer camí, Valencia, Sembra Llibres, 2019 


Es un placer (pero también una hermosa casualidad, como las que a veces alumbra la propia poesía) volver a la actividad crítica de este blog, después de un largo paréntesis, con la reseña de un nuevo álbum poético en el que se interpreta con imágenes uno de los poemas más conocidos de la poeta catalana Maria-Mercè Marçal, Cançó de fer camí, popular entre otras razones porque la cantante Marina Rosell le puso música hace algunos años. 


Me hace especial ilusión por diversas razones, y no todas del mismo cariz. En primer lugar, porque se trata de la primera incursión en el terreno del álbum de la editorial valenciana Sembra Llibres, que tiene un catálogo literario bastante particular y exquisito. En segundo lugar, porque Maria-Mercé Marçal es una poeta que me gusta mucho y que creo que no es quizás suficientemente conocida fuera de los territorios de lengua catalana (pero, al fin y al cabo, ¿qué poeta lo es?). Y, en tercer lugar, porque a este libro parece que le ha costado mucho hacer el camino que lleva desde la sede de la editorial hasta mi casa, ambas sitas en la ciudad de Valencia, ya que tardó más de una semana en aparecer en mi buzón, para gran extrañeza y casi desesperación de una de las editoras, que tuvo a bien incluirme en la lista de prescriptores. Visto lo visto, no podía dejar de reseñarlo, claro está, más aún cuando se trata de un poema que habla de ir haciendo camino, algo que muchas veces puede ser complicado pero que siempre ha de procurarse, y que yo ahora mismo he de repetirme casi a cada paso que doy. 
No es la primera vez, sin embargo, que la poesía de Maria-Mercé Marçal se adapta para los jóvenes lectores, y tampoco la primera vez que se hace con este mismo poema. En 2014 la editorial Andana publicó, dentro de su colección Vagó de Versos, un volumen dedicado a la poesía de la autora, titulado Tan petita i ja saps, e ilustrado por Marta Altés. En dicho volumen, pensados como otros de la colección dedicados a poetas como Granell, Estellés o Salvat-Papasseit para acercar la poesía de los grandes clásicos en lengua catalana a los lectores más jóvenes, se incluía un amplio abanico de poemas procedentes de seis libros distintos de Marçal, sin dejar de lado por cierto los de su último y estremecedor volumen, Raó del cos (Razón del cuerpo), en el que da cuenta con singular y destilada voz del proceso de la enfermedad que la llevó a morir prematuramente a los cuarenta seis años. Un gran acierto este, incluir dos poemas que hablan claramente de la muerte, al final de un volumen que discurre por terrenos más festivos en ocasiones (a ello ayudan mucho las ilustraciones, por cierto) y reivindicativos, dos claves de la poesía de esta autora. 
Cançó de fer camí está incluida en dicha antología, pero, cuando he acudido a ella para comparar opciones de interpretación gráfica, me he llevado cierta decepción, porque al poema apenas lo acompañan unas nubes (un motivo recurrente a lo largo del volumen) en la doble página, que en realidad son continuidad de otras dos ilustraciones, la anterior y la posterior, que tienen a la luna como protagonista. De hecho, la secuencia o tríptico que forma con los poemas Magdalena… (el anterior) y Cançó de Bressol (el posterior) tiene una continuidad basada en lo femenino y lunar, además de en el juego y ciertos ecos de la lírica popular, que hace que los poemas se enriquezcan mutuamente, aunque los dos primeros pertenezcan a un libro distinto del tercero. 
La poesía de Maria-Mercé Marçal alude con frecuencia a un concepto hoy muy boga, que es el de sororidad. Sororidad literaria, por un lado, pues ella misma se preocupó de rescatar una tradición poética femenina en catalán y también de traducir a su lengua a grandes poetas extranjeras, inaugurando así un espacio poético propio. Pero sororidad vital, por otro, porque su poesía muchas veces habla precisamente de las relaciones entre mujeres desde un punto de vista amplio que va más allá de su propio y confesado lesbianismo y entroncaría sin duda alguna con conceptos como el de homosexualidad femenina, acuñado por la francesa Luce Irigaray, o el de continuum lesbiano, propuesto por Adrienne Rich, que, pese sus diferencias de matiz y de base, están hablando de lo mismo: de las relaciones de solidaridad, empatía, afecto y apoyo entre mujeres, en contra del extendido y machista tópico de la rivalidad femenina que tantas mujeres se creen como si fuera dogma de fe, sin darse cuenta de que es una trampa más con la que el patriarcado las tiene atadas y bien atadas. Estas relaciones amorosas no tienen por qué ser sexuales, porque incluyen la amistad, la maternidad (tratada pro Marçal en un poemario, La germana, l’estrangera, escrito a raíz del nacimiento de su hija, a quien crio sola) y la hermandad entre mujeres. 
Este último es precisamente el tema de esta Canço de fer camí, que ha dado lugar a un álbum de tamaño mediano, un formato que huye de la épica, como el propio poema y que resulta muy adecuado en este caso. Como ocurre siempre que se ilustra un poema no concebido en principio para niños, gran parte del atractivo de un álbum poético como este reside en comprobar cuál ha sido la interpretación del texto que nos ofrece la ilustradora a través de las imágenes que acompañan (o, más bien, envuelven) los versos. Porque, como es bien sabido y evidente, un álbum poético que adapta un poema ya existente ofrece una interpretación o comentario visual del texto que el lector percibe al mismo tiempo que el código verbal, por lo que en cierto modo cierra el sentido y lo impone al receptor, aunque en cierto modo también lo invita a participar de esa interpretación y a compartir con él su visión de los versos. Tal vez por eso, por ese carácter abiertamente invitatorio que en cierto modo acerca la poesía incluso a los lectores que no están familiarizados con ella, la poesía ilustrada para todas las edades se ha convertido en los últimos años en una de las grandes revelaciones del panorama literario hispánico. 
¿Qué interpretación nos da, pues, la ilustradora Carolina T. Godina, cuyo trabajo hasta ahora desconocía, de los versos de Maria-Mercé Marçal, en sí mismos claramente invitatorios (“Vols venir a la meva barca?”, es decir, “¿Quieres venir a mi barca?”, así comienza el poema)? 



Hay que decir ante todo que consigue un equilibrio bastante acertado entre lo metafórico y lo literal. Está claro, como decíamos antes, que cualquier ilustración concreta un poema, pero las vías por las cuales lo hace son tan diversas como los propios ilustradores: hay quienes optan por dar al poema un espesor más bien narrativo, creando personajes y trenzando una narración que solo está implícita en el poema, y hay quienes optan por construir metáforas o imágenes nuevas a partir de las que se leen en el propio poema, como si fuera una suerte de meta-metáfora (y perdón por la palabra). Aquí se camina un poco entre ambos frentes. Por un lado, la opción elegida es más próxima a la primera: lo que vemos es un grupo de mujeres que se va juntando, poco a poco, hasta acabar todas juntas en una playa alrededor del fuego. Entre ellas hay una acusada diversidad, pero, sobre todo, destaca la continuidad en torno a dos personajes que ya están en la ilustración de la primera secuencia, que se corresponde con el primer verso. Una anciana y una niña que reencontraremos en otras secuencias y que constituyen el hilo conductor de todo el libro. Una anciana y una niña que se erigen quizás en metáforas del tiempo y de la mujer, en principio y fin, en pasado y futuro, de este río que va invadiendo las calles hasta llegar al mar. En esta primera ilustración, además, ambas miran un barco de papel que está encima de una chimenea, posado como un pájaro inmóvil, y que las incita a salir de casa y echarse a la calle. Un barco que además está presente en las dos guardas, con una evolución narrativa clara: en la primera, es solo un papel con las líneas trazadas; en la última, es un barco de papel donde viven las mujeres que hemos visto antes en el libro. Una buena síntesis de todo el libro.  



Detalles como estos, así como la continuidad en las ilustraciones y también la huida de la literalidad total en las secuencias (pues en muchas ocasiones la imagen vuela por encima del texto con una libertad que sin embargo confiere al conjunto una lectura ajustada del poema), hacen de esta opción un acierto en un poema que podría haber quedado desajustado y romo. No es el caso. Si siempre es un acierto y un placer leer a Marçal, una actividad que recomiendo definitivamente desde aquí, hacerlo en compañía de estas ilustraciones puede resultar aún más iluminador. Háganlo, sean hombres o mujeres, niños o niñas, incluso si no leen catalán: hay traducciones al castellano disponibles en internet y, al fin y al cabo, no es una lengua tan distinta del castellano. Si se animan, les deseo un muy feliz viaje en la barca.   



domingo, 5 de mayo de 2019

Mi alma por unos "lederhosen" y cosas fuera y dentro de lugar (Cartas desde un castillo bávaro: y 6)



Nuestra mirada se ajusta a los lugares como nuestro cuerpo a un sillón antiguo que hemos usado durante muchos años para leer la prensa o dejarnos caer después de un día aciago en que la rutina amenaza de muerte y solo apetece entregarse al abrazo de un cuerpo que no habla, que acaso solo emite un débil y herrumbroso quejido al recibirnos. Es curioso comprobar cómo nuestras pupilas van descartando poco a poco todas las novedades, cómo estas dejan de ser tales y pasan a formar parte del humus visual cotidiano, de esa capa constante de visiones que siempre tenemos delante y que damos por hecha sin reflexionar demasiado sobre ella, como si siempre hubiera estado ahí, como si fuera natural cuando no lo es. El proceso es silencioso y misterioso, y se parece mucho al de hablar o comprender un idioma que al principio nos resulta desconocido y hasta hostil por su ininteligibilidad. Hay un día en que ya no se traduce mentalmente a la lengua materna lo que oímos en la otra, en que lo que decimos en este nuevo idioma prestado brota automáticamente de nosotros sin que lo pensemos o elaboremos antes. En ese momento la lengua extranjera ya ha encontrado su refugio en algún nicho de nuestra mente, que es donde empiezan a resonar todas sus emisiones. Lo más sorprendente es que ese procese sucede a nuestro pesar y que no lo elegimos del todo, ni tiene que ver con nuestras decisiones. Supongo que tiene que ver con eso que dicen ahora de tener una actitud abierta e integrarse, etc. Pero yo creo que todo eso es simplificar las cosas y que el proceso es mucho más complejo y difícil de cuantificar en realidad. Una mente abierta no significa que dentro entren cosas. Uno puede dejar la puerta abierta y que nadie entre, y uno puede tenerla cerrada y que alguien la derribe a golpes. Nada es tan simple. Y, al final, nadie puede saber cuándo algo hace clicy penetra en nuestra mente para quedarse. 
Todo esto viene al caso porque hay algo en Múnich y en Baviera que llama mucho la atención a los visitantes, incluso cuando se sabe de antemano porque se ha visitado con anterioridad regiones aleñadas de Alemania, Austria, Suiza o Italia donde sucede lo mismo. En cuanto llega el fin de semana o los días festivos empieza a verse por toda la ciudad a los muniqueses vestidos con el traje típico de la región. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores, niños y niñas, todo tipo de personas se pone ese atuendo que desde los países del sur asociamos a lo típicamente germano y se pasea por la ciudad luciéndolo con la naturalidad y el callado desparpajo de quien ha hecho de ello una actividad cotidiana y no un acontecimiento ungido por el brillo de la novedad y lo excepcional. Uno los encuentra por todas partes. En la parada del S-Bahn, a punto de coger el tren para ir al centro; en las calles cercanas a Marienplatz y Odeonplatz, epicentro de la ciudad; en los bares y biergärten; paseando por los parques y hasta comprando en el supermercado. 




Se trata, además, de un traje regional que quizás no sea la versión fetén y más elaborada, sino una especie de puesta a punto para el día a día de la indumentaria tradicional, porque parece asombrosamente cómodo y (por usar una palabra del léxico familiar materno) ponible. Ellos llevan los conocidos lederhosen cortos o a media pierna con camisas de cuadros y chaquetas de lana o chalecos, según sea la temperatura, y ellas, coloridos trajes hechos con telas ligeras y con faldas de vuelo a media pierna. Además, son muchos los jóvenes que llevan el traje con zapatillas de deportes, por lo que pierde una solemnidad que tal vez nunca ha tenido o que quizás ha perdido por esa misma adaptación al día a día. Por ello no cuesta nada imaginar estos trajes colgados en el mismo armario y de la misma barra que los vaqueros y las camisetas y las chaquetas de uso diario, mientras que es casi imposible concebir eso mismo con un traje de fallera, que parece que al volver a casa y quitárselo va a ser colocado en un maniquí y guardado dentro de una vitrina o un armario especialmente concebido para la ocasión. Si a ello le añadimos que en muchas ocasiones los que llevan el traje van bebiendo descuidadamente una cerveza por la calle, como si esa bebida fuera el complemento ideal que remata toda la indumentaria, esta sensación de informalidad es aún mayor. 
A veces se ven también grupos de jóvenes estadounidenses u otras nacionalidades (aunque son estos los que predominan) que han decidido unirse a los muniqueses y tal vez compensar con ello que no han podido visitar la ciudad durante la archiconocida y archi-popular Oktoberfest vistiéndose como ellos – When in Munich... , pensarán – y paseándose por la ciudad cerveza en mano. Pero se reconocen y se localizan enseguida, no tanto por el físico o la lengua, sino por cierta actitud exhibicionista que casa mal con el traje y que los delata. No lo llevan como si anduvieran por casa con él, sino como quien alquila un esmoquinpara ir a un baile de graduación. Nada que ver. Y también por cierta manera ostentosa y poco natural de beber, como si quisieran decirnos que aquí pueden beber en la calle, y que no pasa nada, pues nadie va a llamarles la atención por ello. 




Al ver a estos bávaros vestidos de bávaros por las calles de Múnich los fines de semana no puedo evitar preguntarme cuál sería el equivalente de esta costumbre en España. ¿Mujeres vestidas de gitanas para ir a pasear por las calles de Sevilla un domingo cualquier por la mañana? ¿Hombres con barretina tomándose el vermú del sábado? ¿Falleras compartiendo en una terraza un viernes por la noche unas patatas bravas? ¿O aldeanas llaniscas dispuestas a meterse entre pecho y espalda un cachopo acompañado de unos culinesde sidra? Pero luego pienso enseguida que algo así entre nosotros sería casi inviable y muy poco imaginable, a no ser que sometiéramos a los trajes típicos a una especie de reconversión que los transformara en una indumentaria tan cómoda como la bávara y que hace que en esta la frontera entre el vestido normal y el traje regional sea mucho más difusa y más permeable. Como la propia ciudad, en la que naturaleza y cultura conviven en una amalgama fascinante para el extranjero y quizás totalmente normal para el nativo, aquí lo cotidiano y lo excepcional, el pasado y el presente, la tradición y la modernidad, parecen caminar de la mano encarnadas en un traje regional que parece salido de una postal. Tan tópico como real. 




Y al ver a estos bávaros vestidos de bávaros en el tren, en las calles aledañas a Marienplatz, en los parques, en los bares, en los supermercados y en los biergarten, compruebo que después de un mes ya siento asombro ante esa visión y que ya me lo tomo como algo normal y totalmente asumido. Es decir, mi visión se ha acostumbrado a ello, como mis oídos al canto de los pájaros por la mañana al salir de casa para ir a la biblioteca o al rumor de los árboles agitados por el viento. Ya no lo veo como algo llamativo o extraño. Me percato de ello un día en que voy leyendo en el tren, de vuelta a casa después de pasar la tarde por el centro de la ciudad. En una de las paradas se sube al vagón un chico joven vestido con los tradicionales lederhoseny se sienta justo delante de mí. Aunque reparo en su presencia, yo sigo leyendo tranquilamente sin prestarle atención. Solo cuando se acerca ya estación en la que yo he de bajarme y he de guardar el libro en la mochila me doy cuenta de que su atuendo no me ha hecho levantar la cabeza de mi lectura y que he reparado en su presencia con la misma indiferencia con la que se mira a cualquier compañero de viaje, con una inspección sencilla y rutinaria. Y no solo eso. Porque mientras me dirijo a la puerta para salir del vagón, me sorprendo a mí mismo pensando que me encantaría vestirme por un día así y salir a las calles de Múnich y subirme al tren y pasearme por las inmediaciones de Marienplatz y por los parques y sentarme a tomar algo en los bares y los biergärten. Y, al mismo tiempo, me doy cuenta de que ese pensamiento ha brotado en mí tal vez a mi pesar y que probablemente me avergonzaré de él cuando la semana que viene ya esté en el metro en Valencia, camino de casa, y todo esto no sea ya más que uno de los muchos recuerdos que, aunque aún frescos, empiezan a sedimentarse en esa sucesión de capas sin fin que engrosa los cimientos de la memoria. Que para entonces me parecerá totalmente fuera de lugar. Y con razón. 

viernes, 3 de mayo de 2019

Today's Highlight at the IYL // Descubrimiento del día en la IYL: If












If they would give me a black horse
and would tell me to find my own way
then I would become a great river
to quench its thirst.

Anthi Dimitrouka